12 ene 2014

El Ermitaño.


Recuerdo una vez, en que subí a un gran árbol de mango centenario que estaba en la cima de una colina... quería llegar hasta lo más alto. El árbol tenía (tiene) unos cuatro o cinco pisos de altura, con tres ramas frondosas que salían del tronco. Recuerdo que era, más o menos, medio día, y que las ramas eran tan grandes e incómodas que no podía escalar más de 6 o 7 metros. Al mirar hacia arriba, entre las ramas, se sentía como una fortaleza (inalcanzable)… y recuerdo, como los mangos maduros caían entre las ramas como balas de cañón, lo que me impulsaba a querer subir más y más.

Recuerdo que, cuando estaba agotado por intentar subir más allá de mis límites, llegaron algunas vacas a comer los mangos del suelo, y a recostarse bajo la gran sombra. Y yo, me reía, porque les hacía ruidos y podía ver sus orejas buscando de dónde provenía. Fue ahí, cuando me dí vuelta de espalda a la rama más horizontal (la que intentaba escalar), cuando pude ver entre las hojas el horizonte (Sur), y ahí estaba: el mar azul, a unos kilómetros, pero visible.

Ya que estaba solo, esperando a mi papá que estaba revisando una alambrada, me recosté entre las ramas; recuerdo el sonido del viento entre las hojas secas, el carpintero (ave) que picaba un tronco. Pero, lo que más recuerdo es que, al margen de todos esos sonidos: había silencio. No había ninguna persona cerca, y no había ningún ruido (citadino) que alterara ese momento. Viendo en retrospectiva, fue ahí cuando comprendí el por qué un monje hace un voto de silencio; el por qué una persona se aísla del mundo (sociedad), y por qué un ermitaño alcanza a comprender el mundo de forma distinta: Cada palabra, altera un cierto orden natural. Y, sea o no destino, un solo sonido (gesto), puede alterar: toda una vida.

Tenemos dos oídos, para escuchar a nuestro alrededor; dos ojos, para apreciar la distancia de las cosas; y, una sola boca: para interrumpir el orden natural de las cosas, solo en la medida de lo necesario. Incluso, en el silencio: aprendemos. Ese día, aprendí que no hay que escalar todo el árbol para ver el horizonte. Bueno, y que es más difícil bajarse de un gran árbol que subirse. Al final, con el paso de los años, he aprendido a apreciar el silencio (momentos) como uno de los grandes placeres de la vida… quizás, aquel día, me volví un ermitaño.